sábado, 17 de octubre de 2015

ERES.





Eres guitarra en mis manos.
Eres el vino en mi copa.
Fuente para mi desierto,
y ambrosía para mi boca.
Hoja verde de mi árbol
que en viejo ramaje brota,
y que convierte mi otoño
en primavera frondosa.
Y eres, como pura cafeína
que a mi corazón transforma,
cambiando torpes latidos
por caballo que se desboca.
Te doy las gracias mujer,
por el favor que me otorgas,
cuando la luz de mis años
se va perdiendo en las sombras.

viernes, 18 de septiembre de 2015

JERICÓ.





“Entonces sonaron las trompetas; la gente gritó y las murallas se derrumbaron”
No sé si en aquellos tiempos, con el solo gritar de la gente, era suficiente para derribar murallas.
En la actualidad, cuando tantos hombres y mujeres, niños y ancianos, gritan desesperadamente, no caen, sino que son reforzadas para que nadie pueda derribarlas o superarlas.
Las murallas actuales están coronadas de las llamadas concertinas, nombre que suena a música pero que sirven para desgarrar la piel del que quiera sobrepasarlas. Fabricadas en mi Andalucía, crisol de culturas, y que su elaboración, por lo menos a mí, me avergüenza. Preferiría industrias de otro tipo para mi comunidad que erradicaran de una vez el subdesarrollo industrial y de innovación que sufrimos.
La Europa del asilo: no acoge. La Europa de la igualdad: discrimina. La Europa del bienestar: malea. La muralla europea solo es permeable al dinero, que viaja sin impedimentos a través de las redes telemáticas.
No dejemos solos a los que gritan desesperados. Gritemos todos hasta enronquecer, para que todos los muros y murallas, físicas y mentales desaparezcan.

Salud.

viernes, 17 de abril de 2015

El primer amor.




Solo llevaba dos días viéndola. Se fijó en ella porque le pareció una muñeca, con su pelo rubio lleno de rizos, y los ojos de un diáfano azul celeste, pero también, porque al pasar junto a ella el primer día, percibió su perfume que le hacía recordar al de la limonada.
En esos dos días solo había hablado una vez con ella, pero fue suficiente  para que le encantase el tono de su voz que le sonó como campanilla en sus oídos.
El tercer día, se sintió mal, tenía fiebre, sentía los ojos enrojecidos y una tos persistente. El médico le diagnosticó una enfermedad infecciosa de nombre desconocida para él, y que le hizo estar recluido en su casa.
Mientras que tendido sobre el sofás veía la televisión, no podía olvidar aquellos rizos de oro ni el olor penetrante que exhalaban. Seguramente en ese mismo instante, ella estaría hablando con otro y ni siquiera le echaría en falta a él, mientras él, no podía apartarla de su pensamiento. Quizás en aquel momento, por su juventud, no comprendía que por tener fiebre no pudiese verla, pero es que con sarampión no se puede ir a la guardería.

viernes, 3 de abril de 2015

Bandoleros en jet.



Si se repasan la mayoría de las biografías de los bandoleros que surgieron en España entre los siglos XVIII al XX, se puede comprobar como casi todos ellos procedían de familias humildes campesinas y con seguridad analfabetas, cosa por otra parte natural, conocido el nivel cultural que existía en los pueblos en aquella época.
El más antiguo y precoz del cual tengo referencia, fue mi paisano Diego Corrientes, nacido en Utrera el 20-8-1757; y el último conocido, murió tiroteado por la Guardia Civil en 1934 y le decían de nombre Pasos Largos.
Las razones para “echarse al monte” pudieron ser diversas, pero en la mayoría de los casos, era consecuencia de la miseria en que se desenvolvían sus vidas, condicionadas por el caciquismo y principalmente por el latifundismo imperante en aquellos tiempos y aún vigente en muchos lugares, principalmente de Andalucía.
La mayoría de esos bandoleros, fueron muertos en enfrentamientos con Guardia Civil o Escopeteros; otros, delatados o traicionados por gente de su entorno terminaban en cárceles y algunos indultados incluso teniendo muertes a su cargo. Indulto que no recibió mi paisano Diego Corrientes a pesar de no haber matado a nadie en su vida, y que fue ahorcado en la Plaza de San Francisco de Sevilla, siendo desmembrado su cuerpo para exponerlo en cuatro caminos, y su cabeza en una jaula a la vista de todos.
Como digo, procedían de familias humildes, todo lo contrario al bandolerismo actual, que se fundamenta en gente con carreras universitarias, con ingresos importantes para disfrutar de una vida holgada. Pero claro, no se conforman con cenar en restaurantes de cinco tenedores, vivir en urbanizaciones de lujo, exhibir coches de alta gama o lucir ropas o joyas caras. Necesitan más.
Para ello no dudan de “echarse al monte” de las finanzas o la política, montados en los caballos del cohecho, apoyados en los estribos del poder, y cabalgando sentados en las sillas de ayuntamientos, diputaciones, gobiernos o consejos de administración para enriquecerse, mientras el pueblo llano sufre de las heridas producidas por las espuelas de sus decisiones o manejos.
La leyenda, cuenta que algunos bandoleros, robaban a los ricos para ayudar a los pobres. Puede que todo eso sea solo una leyenda, pero lo que no lo es, es que estos nuevos bandoleros hacen todo lo contrario: desvalijan al pueblo para repartirlo entre ellos y la camarilla de sus secuaces.
No digo que para ellos haya que instalar un patíbulo en la Plaza de San Francisco o en cualquier otro lugar, pero sí que se aplique la ley sin distinción de clases en función del que delinque, de nombres o raleas. Hablo de la LEY en mayúsculas; con todas las consecuencias y para todos.

martes, 30 de diciembre de 2014

Al fin lo consiguió.

Al fin lo consiguió. Manuel, con tan solo veintitrés años, ya era funcionario.
Siempre había sido un chico listo, y lo demostró al conseguir la plaza en las primeras oposiciones a las que se presentaba. Lo destinaron a un departamento en el que su misión era atender al público en el tema de impuestos municipales.
A todos los que acudían a su mesa, siempre los recibía con una sonrisa y una amabilidad que desarmaba a cualquiera por muy cabreado que viniese, porque ya se sabe, que eso de pagar impuestos no le seduce ni a Dios.
Pero Manuel, a pesar de la simpatía que mostraba, no era feliz. Había algo desde la pubertad, que hacía que no encontrase esa felicidad que notaba en las personas de su edad, siempre alegres y divertidos.
Un día se reunió con sus padres, y les expuso las inquietudes que le atormentaban, y ellos, comprendiéndole, pero a la vez, aconsejándole, le dijeron que antes de tomar una determinación, lo pensase, porque por experiencia sabían, que durante la juventud, todos vamos dando tumbos en nuestras creencias, actitudes y comportamientos, y que lo que hoy creemos o deseamos, al cabo de un año lo arrinconamos y pasamos a desear cosas nuevas.
Él le contestó que no, que estaba firmemente convencido y que era una decisión muy madurada.
Sus padres, conociéndole como le conocían, le dijeron que lo apoyarían en su decisión, incluso apoyándole económicamente si fuese necesario.
Manuel, con los ojos anegados de lágrimas, les dijo que se lo agradecería toda la vida, porque con su actitud, mostraban ser los mejores padres del mundo.
Hoy Manuel, pasado ya cinco años de aquella reunión en la que sus padres les dieron su apoyo, se siente otra persona más feliz, se siente lo que siempre quiso ser: María Victoria

sábado, 15 de noviembre de 2014

El banco.









    

La primera vez que tomó asiento en él, se sintió cómoda en aquel banco del parque. Quizás porque desde su domicilio hasta aquel lugar había un buen trecho y su cuerpo necesitaba algo de reposo, pero aparte de eso, el entorno en el que estaba ubicado lo hacía agradable.
Era el primer periodo del tríptico de la primavera, cuando el verdor predomina destacando sobre los demás colores, y compitiendo a partes iguales con el azul celeste del cielo.
En la campiña sevillana, en esa primavera brillante, ya hay que resguardarse del sol, pero ese banco que ella escogió, era sombreado por el tamizado que producían las hojas de los almeces que adornaban aquel lugar.
De su bolso, sacó un libro que abrió por la primera página. Su título era Entre naranjos, del valenciano Blasco Ibáñez. Se sumergió en él disfrutando con su lectura, sin darse cuenta, de que alguien, al mismo tiempo, también se deleitaba con su contacto: el banco.
Muchas mujeres se habían sentado hasta ahora en él, pero ninguna le había producido tanto placer como aquella mujer madura y pelirroja.
El banco no tenía nada de especial porque era de madera y bastante deteriorado por el uso y el abuso a que era sometido por grupos de adolescentes que más que disfrutar de él lo pateaban sentados sobre su respaldo.
Fueron pasando los días primaverales y la mujer continuó viniendo con nuevos libros que leer.
Casi al final de la estación, y a pesar del amparo de los árboles, resultaba ya caluroso estar allí, y un buen día, ella dejó de ir.
Él recordaba la última poesía que ella había murmurado. Era de Neruda y se titulaba El esperar doliente, y decía así:
No ha venido la amada ni vendrá todavía,
no han llegado las manos que debían llegar.
Y para cuando llegue florecerán los días
alumbrando la  suave  dulcedumbre de amar.
Y todos los dolores se apagarán. La Luna
saldrá mucho más bella tras el monte ideal,
la miraran los ojos extasiados en una
comunión de sentires alta y espiritual.
No ha venido la amada ni vendrá todavía,
pero, mientras que llega, vivamos la alegría
de tener en la vida una esperanza más.
Ahora por encima de dudas y temores
y engañando la herida de los viejos dolores
esperemos la amada que no vendrá jamás.

El verano fue abriendo surcos en la madera del banco, que desprotegido de pintura debido a los años de crisis que como a tantas personas también le afectaba a él, que al llegar el lluvioso otoño-invierno se infiltraron de agua por sus heridas abiertas, y la madera se fue deteriorando de una forma galopante.
Cuando se acercaba la primavera de nuevo, una expedición de colegiales inundó el parque que con sus saltos y juegos hicieron que ya las débiles maderas del banco sucumbiesen al ímpetu de la sangre nueva.
Cuando el verde volvió de nuevo a adornar la arboleda, ella, la lectora, también retornó al lugar escogido el año anterior. En el sitio que antes se asentaba el viejo banco de madera, ahora había uno de hierro forjado de un triste tono gris. Tomó asiento, abrió el libro que llevaba pero no consiguió llegar a la quinta página del mismo. Se sentía incómoda, fría, sin la calidez que antes le ofrecía el viejo banco. Ya no volvió jamás a leer en aquel lugar.
Mientras tanto, en el Punto Limpio de aquella ciudad, el anciano banco esperaba su irremediable destrucción: su muerte.