sábado, 15 de noviembre de 2014

El banco.









    

La primera vez que tomó asiento en él, se sintió cómoda en aquel banco del parque. Quizás porque desde su domicilio hasta aquel lugar había un buen trecho y su cuerpo necesitaba algo de reposo, pero aparte de eso, el entorno en el que estaba ubicado lo hacía agradable.
Era el primer periodo del tríptico de la primavera, cuando el verdor predomina destacando sobre los demás colores, y compitiendo a partes iguales con el azul celeste del cielo.
En la campiña sevillana, en esa primavera brillante, ya hay que resguardarse del sol, pero ese banco que ella escogió, era sombreado por el tamizado que producían las hojas de los almeces que adornaban aquel lugar.
De su bolso, sacó un libro que abrió por la primera página. Su título era Entre naranjos, del valenciano Blasco Ibáñez. Se sumergió en él disfrutando con su lectura, sin darse cuenta, de que alguien, al mismo tiempo, también se deleitaba con su contacto: el banco.
Muchas mujeres se habían sentado hasta ahora en él, pero ninguna le había producido tanto placer como aquella mujer madura y pelirroja.
El banco no tenía nada de especial porque era de madera y bastante deteriorado por el uso y el abuso a que era sometido por grupos de adolescentes que más que disfrutar de él lo pateaban sentados sobre su respaldo.
Fueron pasando los días primaverales y la mujer continuó viniendo con nuevos libros que leer.
Casi al final de la estación, y a pesar del amparo de los árboles, resultaba ya caluroso estar allí, y un buen día, ella dejó de ir.
Él recordaba la última poesía que ella había murmurado. Era de Neruda y se titulaba El esperar doliente, y decía así:
No ha venido la amada ni vendrá todavía,
no han llegado las manos que debían llegar.
Y para cuando llegue florecerán los días
alumbrando la  suave  dulcedumbre de amar.
Y todos los dolores se apagarán. La Luna
saldrá mucho más bella tras el monte ideal,
la miraran los ojos extasiados en una
comunión de sentires alta y espiritual.
No ha venido la amada ni vendrá todavía,
pero, mientras que llega, vivamos la alegría
de tener en la vida una esperanza más.
Ahora por encima de dudas y temores
y engañando la herida de los viejos dolores
esperemos la amada que no vendrá jamás.

El verano fue abriendo surcos en la madera del banco, que desprotegido de pintura debido a los años de crisis que como a tantas personas también le afectaba a él, que al llegar el lluvioso otoño-invierno se infiltraron de agua por sus heridas abiertas, y la madera se fue deteriorando de una forma galopante.
Cuando se acercaba la primavera de nuevo, una expedición de colegiales inundó el parque que con sus saltos y juegos hicieron que ya las débiles maderas del banco sucumbiesen al ímpetu de la sangre nueva.
Cuando el verde volvió de nuevo a adornar la arboleda, ella, la lectora, también retornó al lugar escogido el año anterior. En el sitio que antes se asentaba el viejo banco de madera, ahora había uno de hierro forjado de un triste tono gris. Tomó asiento, abrió el libro que llevaba pero no consiguió llegar a la quinta página del mismo. Se sentía incómoda, fría, sin la calidez que antes le ofrecía el viejo banco. Ya no volvió jamás a leer en aquel lugar.
Mientras tanto, en el Punto Limpio de aquella ciudad, el anciano banco esperaba su irremediable destrucción: su muerte.