La primera vez que tomó
asiento en él, se sintió cómoda en aquel banco del parque. Quizás porque desde
su domicilio hasta aquel lugar había un buen trecho y su cuerpo necesitaba algo
de reposo, pero aparte de eso, el entorno en el que estaba ubicado lo hacía
agradable.
Era el primer periodo
del tríptico de la primavera, cuando el verdor predomina destacando sobre los
demás colores, y compitiendo a partes iguales con el azul celeste del cielo.
En la campiña
sevillana, en esa primavera brillante, ya hay que resguardarse del sol, pero
ese banco que ella escogió, era sombreado por el tamizado que producían las
hojas de los almeces que adornaban aquel lugar.
De su bolso, sacó un
libro que abrió por la primera página. Su título era Entre naranjos, del
valenciano Blasco Ibáñez. Se sumergió en él disfrutando con su lectura, sin
darse cuenta, de que alguien, al mismo tiempo, también se deleitaba con su
contacto: el banco.
Muchas mujeres se
habían sentado hasta ahora en él, pero ninguna le había producido tanto placer
como aquella mujer madura y pelirroja.
El banco no tenía nada
de especial porque era de madera y bastante deteriorado por el uso y el abuso a
que era sometido por grupos de adolescentes que más que disfrutar de él lo
pateaban sentados sobre su respaldo.
Fueron pasando los días
primaverales y la mujer continuó viniendo con nuevos libros que leer.
Casi al final de la
estación, y a pesar del amparo de los árboles, resultaba ya caluroso estar
allí, y un buen día, ella dejó de ir.
Él recordaba la última
poesía que ella había murmurado. Era de Neruda y se titulaba El esperar
doliente, y decía así:
No ha venido la amada
ni vendrá todavía,
no han llegado las
manos que debían llegar.
Y para cuando llegue
florecerán los días
alumbrando la suave dulcedumbre de amar.
Y todos los dolores se
apagarán. La Luna
saldrá mucho más bella
tras el monte ideal,
la miraran los ojos extasiados
en una
comunión de sentires
alta y espiritual.
No ha venido la amada
ni vendrá todavía,
pero, mientras que
llega, vivamos la alegría
de tener en la vida una
esperanza más.
Ahora por encima de
dudas y temores
y engañando la herida
de los viejos dolores
esperemos la amada que
no vendrá jamás.
El verano fue abriendo
surcos en la madera del banco, que desprotegido de pintura debido a los años de
crisis que como a tantas personas también le afectaba a él, que al llegar el
lluvioso otoño-invierno se infiltraron de agua por sus heridas abiertas, y la
madera se fue deteriorando de una forma galopante.
Cuando se acercaba la
primavera de nuevo, una expedición de colegiales inundó el parque que con sus
saltos y juegos hicieron que ya las débiles maderas del banco sucumbiesen al
ímpetu de la sangre nueva.
Cuando el verde volvió
de nuevo a adornar la arboleda, ella, la lectora, también retornó al lugar escogido
el año anterior. En el sitio que antes se asentaba el viejo banco de madera,
ahora había uno de hierro forjado de un triste tono gris. Tomó asiento, abrió el
libro que llevaba pero no consiguió llegar a la quinta página del mismo. Se
sentía incómoda, fría, sin la calidez que antes le ofrecía el viejo banco. Ya
no volvió jamás a leer en aquel lugar.
Mientras tanto, en el
Punto Limpio de aquella ciudad, el anciano banco esperaba su irremediable
destrucción: su muerte.