Al fin lo consiguió. Manuel, con tan solo veintitrés
años, ya era funcionario.
Siempre había sido un chico listo, y lo demostró al
conseguir la plaza en las primeras oposiciones a las que se presentaba. Lo
destinaron a un departamento en el que su misión era atender al público en el
tema de impuestos municipales.
A todos los que acudían a su mesa, siempre los recibía
con una sonrisa y una amabilidad que desarmaba a cualquiera por muy cabreado
que viniese, porque ya se sabe, que eso de pagar impuestos no le seduce ni a
Dios.
Pero Manuel, a pesar de la simpatía que mostraba, no
era feliz. Había algo desde la pubertad, que hacía que no encontrase esa
felicidad que notaba en las personas de su edad, siempre alegres y divertidos.
Un día se reunió con sus padres, y les expuso las
inquietudes que le atormentaban, y ellos, comprendiéndole, pero a la vez,
aconsejándole, le dijeron que antes de tomar una determinación, lo pensase,
porque por experiencia sabían, que durante la juventud, todos vamos dando
tumbos en nuestras creencias, actitudes y comportamientos, y que lo que hoy
creemos o deseamos, al cabo de un año lo arrinconamos y pasamos a desear cosas
nuevas.
Él le contestó que no, que estaba firmemente
convencido y que era una decisión muy madurada.
Sus padres, conociéndole como le conocían, le dijeron
que lo apoyarían en su decisión, incluso apoyándole económicamente si fuese
necesario.
Manuel, con los ojos anegados de lágrimas, les dijo que
se lo agradecería toda la vida, porque con su actitud, mostraban ser los
mejores padres del mundo.
Hoy Manuel, pasado ya cinco años de aquella reunión en
la que sus padres les dieron su apoyo, se siente otra persona más feliz, se
siente lo que siempre quiso ser: María Victoria