Él, cuando la situación le era favorable, la miraba
arrobado, a pesar de que ella no era una mujer hermosa que llamase mucho la
atención, ni por su cara ni por su cuerpo, pero le gustaba de una manera
singular, en especial el hoyuelo de su barbilla.
No sabía si era casada o soltera, y nunca hubo una
situación en las pocas palabras que cruzaron para poderlo averiguar.
Fueron casi año y medio de viajar juntos en el mismo
autobús.
Un lunes, ella no apareció, y él pensó que a lo peor
estaba enferma. Durante toda la semana, estuvo pendiente cuando llegaban a la
parada en la que ella subía, pero no hizo acto de presencia. Las semanas se
fueron sucediendo de una manera vertiginosa y descorazonadora para él.
Un día, mientras contemplaba desde la ventanilla la
ciudad, y el autobús estaba casi parado por una retención del tráfico, un coche
les fue adelantando por la derecha, y al volante del mismo estaba ella, la
mujer de sus sueños. Golpeó el cristal con el puño para llamar su atención y
que le mirase, pero quizás por el ruido ambiente no le escuchó.
En ese mismo momento, se dio cuenta de que debía
olvidarse de ella para siempre, y se sintió de alguna forma traicionado. No
podía comprender como ella, antes que a un español apellidado García Pérez,
prefería a un gabacho, a un francés, al C-3 Citroën.